sábado, 7 de junio de 2008

7 de Junio - Día del Periodista (Eduardo Galeano)

Eduardo Galeano

“La libertad de mercado te permite aceptar los precios que te imponen, la libertad de opinión te permite escuchar lo que opinan en tu nombre.”

“Los hechos se burlan de los derechos. Retrato de América Latina al fin del milenio: ésta es una región del mundo que niega a sus niños el derecho de ser niños. Los niños son los más presos entre todos los presos, en esta gran jaula donde se obliga a la gente a devorarse entre sí. El sistema de poder, que no acepta más vínculo que el pánico mutuo, maltrata a los niños. A los niños pobres los trata como si fueran basura. Y a los del medio los tiene atados a la pata del televisor.”

Noticias de los nadies
“Los medios dominantes de comunicación, que muestran la actualidad del mundo como un espectáculo fugaz, ajeno a la realidad y vacío de memoria, bendicen y ayudan a perpetuar la organización de la desigualdad creciente. Nunca el mundo ha sido tan injusto en el reparto de los panes y los peces, pero el sistema que en el mundo rige, y que ahora se llama, pudorosamente, economía de mercado, se sumerge cada día en un baño de impunidad.”

La televisión
“En los veranos, la televisión uruguaya dedica largos programas a Punta del Este. Más interesadas en las cosas que en la gente, las cámaras llegan al éxtasis cuando exhiben las casas de los ricos en vacaciones. Estas mansiones ostentosas se parecen a los mausoleos de mármol y bronce en el cementerio de La Recoleta, que es la Punta del Este de después. Por las pantallas desfilan los elegidos y sus símbolos de poder. El sistema, que edifica la pirámide social eligiendo al revés, recompensa a poca gente. He aquí a los premiados: son los usureros de buenas uñas y los mercaderes de buenos dientes, los políticos de creciente nariz y los doctores de espaldas de goma. La televisión se propone adular a los que mandan en el Río de la Plata, pero sin quererlo, cumple una ejemplar función educativa: nos muestra las altas cumbres y en ellas delata la tilinguería y el mal gusto de los triunfantes cazadores de dinero. Debajo de la aparente estupidez, hay verdadera estupidez.”

La televisión/2
“La televisión, ¿muestra lo que ocurre?
En nuestros países, la televisión muestra lo que ella quiere que ocurra; y nada ocurre si la televisión no lo muestra.
La televisión, esa última luz que te salva de la soledad y de la noche, es la realidad. Porque la vide es un espectáculo: a los que se portan bien, el sistema les promete un cómodo asiento.”

La televisión/3
“La tele dispara imágenes que reproducen es sistema y voces que hacen eco; y no hay rincón del mundo que ella no alcance. El planeta entero es un vasto suburbio de Dallas. Nosotros comemos emociones importadas como si fueran salchichas en lata, mientras los jóvenes hijos de la televisión, entrenados para contemplar la vida en lugar de hacerla, se encogen de hombros.
En América Latina, la libertad de expresión consiste en el derecho al pataleo en alguna radio y en periódicos de escaso tiraje. A los libros, ya no es necesario que los prohíba la policía: los prohíbe el precio.”


Curso Intensivo de Incomunicaciónpor Eduardo Galeano

DEL CAPÍTULO PEDAGOGÍA DE LA SOLEDADLa guerra es la continuación de la televisión por otros medios, diría Karl von Clausewitz, si el general resucitara, un siglo y medio después, y se pusiera a practicar el zapping. La realidad real imita la realidad virtual que imita la realidad real, en un mundo que transpira violencia por todos los poros. La violencia engendra violencia, como se sabe; pero también engendra ganancias para la industria de la violencia, que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo. Ya no es necesario que los fines justifiquen los medios. Ahora los medios, los medios masivos de comunicación, justifican los fines de un sistema de poder que impone sus valores en escala planetaria. El Ministerio de Educación del gobierno mundial está en pocas manos. Nunca tantos habían sido incomunicados por tan pocos. ¿EI derecho de expresión es el derecho de escuchar? En el siglo dieciséis, algunos teólogos de la iglesia católica legitimaban la conquista de América en nombre del derecho a la comunicación. Jus communicationis: los conquistadores hablaban, los indios escuchaban. La guerra resultaba inevitable, y justa, cuando los indios se hacían los sordos. Su derecho a la comunicación consistía en el derecho de obedecer. A fines del siglo veinte, aquella violación de América todavía se llama encuentro, mientras se sigue llamando comunicación al monólogo del poder. Alrededor de la tierra gira un anillo de satélites llenos de millones y millones de palabras y de imágenes, que de la tierra vienen y a la tierra vuelven. Prodigiosos artilugios del tamaño de una uña reciben, procesan y emiten, a la velocidad de la luz, mensajes que hace medio siglo requerían treinta toneladas de maquinaria. Milagros de la tecnociencia en estos tecnotiempos: los más afortunados miembros de la sociedad mediática pueden disfrutar sus vacaciones en la playa atendiendo el teléfono celular, recibiendo el e-mail, contestando el bíper, leyendo faxes, devolviendo las llamadas del contestador automático a otro contestador automático, haciendo compras por computadora y distrayendo el ocio con los videojuegos y la televisión portátil. Vuelo y vértigo de la tecnología de la comunicación, que parece cosa de Mandinga: a la medianoche, una computadora besa la frente de Bill Gates, que al amanecer despierta convertido en el hombre más rico del mundo. Ya está en el mercado el primer micrófono incorporado a la computadora, para dialogar a viva voz con ella. En el ciberespacio, Ciudad celestial, se celebra el matrimonio de la computadora con el teléfono y la televisión, y se invita a la humanidad al bautismo de sus hijos asombrosos. La cibercomunidad naciente encuentra refugio en la realidad virtual, mientras las ciudades tienden a convertirse en inmensos desiertos llenos de gente, donde cada cual vela por su santo y está cada cual metido en su propia burbuja. Hace cuarenta años, según las encuestas, seis de cada diez norteamericanos confiaban en la mayoría de la gente. Ahora, la confianza se ha desinflado: sólo cuatro de cada diez confían en los demás. Este modelo de desarrollo desarrolla el desvínculo. Cuanto más se demoniza la relación con las personas, que pueden contagiarte el sida, o quitarte el trabajo, o desvalijarte la casa, más se sacraliza la relación con las máquinas. La industria de la comunicación, la más dinámica de la economía mundial, vende los abracadabras que dan acceso a la Nueva Era de la historia de la humanidad. Pero este mundo comunicadísimo se está pareciendo demasiado a un reino de solos y de mudos. Los medios dominantes de comunicación están en pocas manos, pocas manos que son cada vez menos manos, y por regla general actúan al servicio de un sistema que reduce las relaciones humanas al uso mutuo y al mutuo miedo. En estos últimos tiempos, la galaxia Internet ha abierto imprevistas, y valiosas, oportunidades de expresión alternativa. Por Internet están irradiando sus mensajes numerosas voces que no son ecos del poder. Pero el acceso a esta nueva autopista de la información es todavía un privilegio de los países desarrollados, donde reside el noventa y cinco por ciento de sus usuarios; y ya la publicidad comercial está intentando convertir a Internet en Businessnet. Internet, nuevo espacio para la libertad de comunicación, es también un nuevo espacio para la libertad de comercio. El control del ciberespacio depende de las líneas telefónicas, y no resulta para nada casual que la ola privatizadora de los años recientes haya arrancado los teléfonos de manos públicas, en el mundo entero, para entregarlo a los des conglomerados de la comunicación. Las inversiones norteamericanas en teléfonos extranjeros se multiplican mucho más que las demás inversiones, mientras corre al galope la concentración de capitales. La televisión abierta y por cable, la industria del cine, la prensa de tiraje masivo, las grandes editoriales de libros y de discos, y las radios de mayor alcance también avanzan, con botas de siete leguas, hacia el monopolio. Los mass media de difusión universal han puesto por las nubes el precio de la libertad de expresión: cada vez son más los opinados, los que tienen el derecho de escuchar, y cada vez son menos los opinadores, los que tienen el derecho de hacerse escuchar. En los años siguientes a la segunda guerra mundial, todavía encontraban amplia resonancia los medios independientes de información y de opinión, y las aventuras creadoras que revelaban y alimentaban la diversidad cultural. Sus intereses están entrecruzados; numerosos hilos atan a unas con otras. Aunque los mastodontes de la comunicación simulan competir entre sí, y a veces hasta se golpean y se insultan para satisfacción de la platea, a la hora de la verdad el espectáculo cesa y, tranquilamente, se reparten el planeta. La diversidad tecnológica dice ser diversidad democrática. La tecnología pone la imagen, la palabra y la música al alcance de todos, como nunca antes había ocurrirlo en la historia humana; pero esta maravilla puede convertirse en un engaña pichanga si el monopolio privado termina por imponer la dictadura de la imagen única, la palabra única y la música única. Habida cuenta de las excepciones, que afortunadamente las hay y no son tan pocas, por regla general esta pluralidad tiende a ofrecernos miles de posibilidades de elegir entre lo mismo y lo mismo. Como dice el periodista argentino Ezequiel Fernández-Moores, a propósito de la información: «Estamos informados de todo, pero no nos enteramos de nada». Aunque las estructuras de poder están cada vez más internacionalizadas, y resulta difícil distinguir fronteras, no constituye pecado de anti-imperialismo primitivo decir que los Estados Unidos ocupan el centro del sistema nervioso de la comunicación contemporánea. Las empresas norteamericanas reinan en el cine y en la televisión, en la información y en la informática. El mundo, inmenso Far West, invita a la conquista. Para los Estados Unidos, la difusión mundial de sus mensajes masivos es una cuestión de estado. Los gobiernos del sur del mundo suelen atribuir a la cultura una función decorativa, pero los inquilinos de la Casa Blanca no tienen, al menos en este asunto, ni un pelo de tontos: ningún presidente norteamericano ignora que la importancia política de la industria cultural pesa tanto como su valor económico, que mucho pesa. Desde hace años, por poner un ejemplo, el gobierno influye directamente sobre las ventas al exterior de los productos de Hollywood, ejerciendo presión diplomática, que suele no ser muy diplomática, sobre los países que intentan proteger su cine nacional. Creyéndose condenadas a elegir entre la copia y la cerrazón, muchas culturas locales, Desconcertadas, desgarradas, tienden a borrarse o se refugian en el pasado. Con desesperada frecuencia, esas culturas locales buscan abrigo en los fundamentalismos religiosos o en otras verdades absolutas, negadoras de cualquier verdad ajena: proponen el regreso a los tiempos idos, cuanto más puritanos mejor, como si no hubiera más respuesta que la intolerancia y la nostalgia ante la modernidad avasallante. La guerra fría ha quedado atrás. Con ella, el llamado mundo libre ha perdido las justificaciones mágicas que hasta hace poco proporcionaba la santa cruzada de Occidente contra el totalitarismo imperante en los países del este. Ahora, está resultando cada día más evidente que la comunicación manipulada por un puñado de gigantes puede llegar a ser tan totalitaria como la comunicación monopolizada por el estado. Estamos todos obligados a identificar la libertad de expresión con la libertad de empresa. La cultura se está reduciendo al entretenimiento, y el entretenimiento se convierte en brillante negocio universal; la vida se está reduciendo al espectáculo, y el espectáculo se convierte en fuente de poder económico y político; la información se está reduciendo a la publicidad, y la publicidad manda. Dos de cada tres seres humanos viven en el llamado Tercer Mundo, pero dos de cada tres corresponsales de las agencias noticiosas más importantes hacen su trabajo en Europa y en los Estados Unidos. ¿En qué consisten el libre flujo de la información y el respeto a la pluralidad, que los tratados internacionales afirman y los discursos de los gobernantes invocan? La mayoría de las noticias que el mundo recibe provienen de la minoría de la humanidad, y a ella se dirigen. Eso resulta muy comprensible desde el punto de vista de las agencias, empresas comerciales dedicadas a la venta de información, que recaudan en Europa y en Estados Unidos la parte del león de sus ingresos. Un monólogo del norte del mundo: las demás regiones y países reciben poca o ninguna atención, salvo en caso de guerra o catástrofe, y con frecuencia los periodistas, que trasmiten lo que ocurre, no hablan la lengua del lugar ni tienen la menor idea de la historia ni de la cultura local. La información que difunden suele ser dudosa y, en algunos casos, lisa y llanamente mentirosa. El sur queda condenado a mirarse a sí mismo con los ojos que lo desprecian. Poco se informa sobre el sur del mundo, y nunca, o casi nunca, desde su punto de vista: la información masiva refleja, por regla general, los prejuicios de la mirada ajena, que mira desde arriba y desde afuera. Entre aviso y aviso, la televisión suele colar imágenes de hambre y de guerra. Esos horrores, esas fatalidades, vienen del submundo donde el infierno acontece, y no hacen más que destacar el carácter paradisíaco de la sociedad de consumo, que ofrece automóviles que suprimen la distancia, cremas faciales que suprimen las arrugas, tinturas que suprimen las canas, píldoras que suprimen el dolor y muchos otros prodigios. Con frecuencia, esas imágenes del otro mundo vienen del África. El hambre africana se exhibe como una catástrofe natural y las guerras africanas son cosas de negros, sangrientos rituales de tribus que tienen una salvaje tendencia a descuartizarse entre sí. Las imágenes del hambre jamás aluden, ni siquiera de paso, al saqueo colonial. Jamás se menciona la responsabilidad de las potencias occidentales, que ayer desangraron al África a través de la trata de esclavos y el monocultivo obligatorio, y hoy perpetúan la hemorragia pagando salarios de hambre y precios de ruina. Lo mismo ocurre con la información sobre las guerras: siempre el mismo silencio sobre la herencia colonial, siempre la misma impunidad para el amo blanco que hipotecó la independencia africana, dejando a su paso burocracias corruptas, militares despóticos, fronteras artificiales y odios mutuos; y siempre la misma omisión de cualquier referencia a la industria de la muerte, que desde el norte vende las armas para que el sur se mate peleando. El mundo tiende a convertirse en el escenario de un gigantesco reality show. Los pobres, los desaparecidos de siempre, sólo aparecen en la tele como objeto de burla de la cámara oculta o como actores de sus propias truculencias. El desconocido necesita ser reconocido, el invisible quiere hacerse visible, busca raíz el desarraigado. Lo que no existe en la televisión, ¿existe en la realidad? Sueña el paria con la gloria de la pantalla chica, donde cualquier espantapájaros se transfigura en galán irresistible. Con tal de entrar en el olimpo donde los teledioses moran, algún infeliz ha sido capaz de pegarse un tiro ante las cámaras de un programa de entretenimientos. Últimamente, la llamada telebasura está teniendo, en unos cuantos países de América latina, tanto o más éxito que las telenovelas: la niña violada llora ante el periodista que la interroga como si la violara otra vez; este monstruo es el nuevo hombre elefante, miren, señoras y señores, no se pierdan este fenómeno increíble; la mujer barbuda busca novio; un señor gordo dice estar embarazado. Los pobres ocupan también, casi siempre, el primer plano de la crónica policial. Cualquier sospechoso pobre puede ser impunemente filmado y fotografiado y escrachado cuando la policía lo detiene, y así la tele y los diarios dictan sentencia antes de que se le abra un proceso. Los medios de comunicación condenan de antemano, y sin apelación, a los pobres peligrosos, como de antemano condenan a los países peligrosos. Las horas de televisión superan ampliamente las horas del aula, cuando las horas del aula existen, en la vida cotidiana de los niños de nuestro tiempo. Es la unanimidad universal: con o sin escuela, los niños encuentran en los programas de la tele su fuente primordial de información, formación y deformación, y encuentran también sus temas principales de conversación. El predominio de la pedagogía de la televisión cobra alarmante importancia en los países latinoamericanos, por el deterioro de la educación pública en estos últimos años. En los discursos, los políticos mueren por la educación, y en los hechos la matan, dejándola librada a las clases de consumo y violencia que la pantalla chica imparte. En los discursos, los políticos denuncian la plaga de la delincuencia y exigen mano dura, y en los hechos estimulan la colonización mental de las nuevas generaciones: desde muy temprano, los niños son amaestrados para reconocer su identidad en las mercancías que simbolizan el poder, y para conquistarlas a tiro limpio. Los medios de comunicación, ¿reflejan la realidad, o la modelan? ¿Quién viene de quién? ¿El huevo o la gallina? ¿No seria más adecuada, como metáfora zoológica, la de la víbora que se muerde la cola? Ofrecemos a la gente lo que la gente quiere, dicen los medios, y así se absuelven; pero esa oferta, que responde a la demanda, genera cada vez mas demanda de la misma oferta: se hace costumbre, crea su propia necesidad, se convierte en adicción. En las calles hay tanta violencia como en la televisión, dicen los medios; pero la violencia de los medios, que expresa la violencia del mundo, también contribuye a multiplicarla. Lo calumnian quienes le atribuyen mala entraña o lo llaman caja boba: la televisión comercial reduce la comunicación al negocio; pero, por obvio que resulte decirlo, el televisor es inocente del uso y del abuso que se hace de él. Y eso no impide advertir lo que también es evidente de toda evidencia: este adorado tótem de nuestro tiempo es el medio que con mas éxito se usa para imponer, en los cuatro puntos cardinales, los ídolos, los mitos y los sueños que los ingenieros de emociones diseñan y las fábricas de almas producen en serie. Trabajar, dormir y mirar televisión son las tres actividades que más tiempo ocupan en el mundo contemporáneo. Bien lo saben los políticos. Esta red electrónica, con millones y millones de pulpitos a domicilio, asegura una difusión que jamás soñó ninguno de los muchos predicadores que en el mundo han sido. El poder de persuasión no depende del contenido, la mayor o menor fuerza de verdad de cada mensaje, sino de la buena imagen y de la eficacia del bombardeo publicitario que vende el producto. En el mercado se impone un detergente, como en la opinión pública se impone un presidente. En todos los países, los políticos temen ser castigados o excluidos por la televisión. En los noticieros y en las telenovelas hay buenos y villanos, víctimas y verdugos. A ningún político le gusta hacer el papel de malo; pero los malos, al menos, están. Peor es no estar. Los políticos tienen pánico de que la televisión los ignore, condenándolos a la muerte cívica. Quien no sale en la tele, no está en la realidad; quien de la tele sale, se va del mundo. Para tener presencia en el escenario político, hay que aparecer con cierta continuidad en la pantalla chica, y esa continuidad, difícil de conseguir, suele no ser gratuita. Los empresarios de la televisión brindan tribuna a los políticos, y los políticos retribuyen el favor otorgándoles impunidad; impunemente, los empresarios pueden darse el lujo de poner un servicio público al servicio de sus bolsillos privados. Los políticos no ignoran, no pueden darse el lujo de ignorar, el desprestigio de su profesión y el mágico poder de seducción que la televisión, y en mucha menor medida la radio y la prensa, ejercen sobre las multitudes.

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